DR. SERGIO GARCIA RAMIREZ

INTERVENCIÓN DEL DOCTOR SERGIO GARCÍA RAMÍREZ AL RECIBIR LA MEDALLA AL MÉRITO ADMINISTRATIVO “JOSÉ MARÍA LUIS MORA”, DEL INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA, EN LA ASAMBLEA GENERAL DEL INSTITUTO. MÉXICO, 28 DE ABRIL DE 2010. A la benevolencia del Instituto Nacional de Administración Pública debo corresponder con el aprecio que dicta la gratitud y la brevedad que impone la cortesía. Mi reconocimiento, pues, por la decisión que me concede la medalla designada con el nombre de José María Luis Mora, una medalla acreditada y un nombre ilustre. Lo agradezco a usted, señor Presidente José Castelazo, y por su conducto al respetable Consejo Directivo, al que saludo con la mayor estimación. * * *
El doctor Mora iluminó los trabajos de la nación en tiempo de emergencia. Fueron, las suyas, horas de reflexión y definición. Por ello contienen enseñanzas y sugerencias para las horas que se hallan en curso, cada una en su circunstancia. Entonces era necesario alertar el talento y despejar la mirada para administrar el presente y erigir el futuro. Dondequiera prevalecía la incertidumbre. También prevalece hoy. Si antes
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apremiaba el nacimiento, hoy urge un renacimiento, condición de identidad y subsistencia. En el alba de la república, Mora describió las revoluciones que formaron el genio y la figura de México y advirtió sobre los movimientos que forjarían el porvenir. Hombre de letras y de leyes, historiador, legislador, polemista, desplegó su talento y su amor por México en la gran tarea que imponía nuestra múltiple insurgencia: suprimir los lazos que anudaban con la antigua metrópoli, y los que aún retenían, en inquieto cautiverio, el pensamiento y la voluntad de los nuevos mexicanos. Había que forjar la nación y la república. Y era preciso adquirir sobre la marcha la doble calidad que permitiría tan ingente empresa: ser integrantes de una nación en ciernes y ciudadanos de una república en formación. Misión estupenda, cuando la luz despuntaba. El doctor Mora hizo su parte y formó en las filas de los hombres de alborada, que son orgullo y ejemplo para los compatriotas de hoy. Acendró la convicción y contribuyó a la constitución.
Mora, el observador, describió su mundo y el talante de los mexicanos; refirió vicios y virtudes, miserias y grandezas. Un analista penetrante, José Luis Martínez, pondera “el fino sentido y la modernidad de sus observaciones sobre la condición del español en México, lo ridículo de la nobleza mexicana, la empleomanía, el cohecho y el soborno entre nuestros funcionarios públicos, la costumbre de cada nuevo gobierno de dar empleo a sus adictos”. Martínez también recuerda una apreciación de Mora que no ha perdido vigencia: “las virtudes y carácter de los mexicanos no residen en las clases privilegiadas, sino en la masa del pueblo”. Nada de esto podría pasar inadvertido al historiador, al sociólogo, al político y al administrador público. Instalado en el cruce entre dos siglos --que eran épocas de la historia y planteaban alternativas de individuo y de nación--, Mora tomó partido y propuso camino; admitió la declinación del pasado y alentó la aparición del futuro; militó por la libertad y se sumó a las razones y a las filas del progreso. No era fácil hacerlo, como no lo es ahora, en ambos casos bajo presiones sofocantes. Los años han cambiado; las pretensiones, no.
El doctor Mora se inscribió, por temperamento y vocación, en una de las grandes corrientes históricas que han disputado –y disputan todavía, con otras armas e idéntico vigor-- el dominio y el destino de la nación. Si ayer fue un adelantado,
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hoy sería un revolucionario; miraría con angustia el declive de la república y volvería a tomar partido y a proponer camino. No es difícil suponer dónde militaría y dónde no. Elevaría la voz y emprendería el rumbo que caracterizaron su temperamento y su vocación. En el inicio del siglo XIX, México necesitaba voz y rumbo, como los necesita en el principio del XXI. En la encrucijada nuestra de cada día, la afiliación de Mora daría cuenta de su filiación. Era un hombre con proyecto de nación, don del estadista que le permite ser, con autoridad moral, conductor del pueblo. * * *
En los anales del INAP consta que esta medalla fue establecida el 6 de abril de 1981 --era presidente Luis García Cárdenas-- y que en el curso de tres décadas se ha concedido a siete integrantes del Instituto, bajo el signo del “mérito administrativo”. Esto invoca la entrega --que no es sólo aportación de ideas, sino compromiso de vida-- al desenvolvimiento de la Administración Pública, entendida como medio para el desarrollo del hombre y la felicidad del pueblo. Así --felicidad del pueblo-- proponía un antiguo e inmejorable lema de buen gobierno, que no siempre tenemos
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en la memoria y en la experiencia, y ni siquiera en la imaginación. Por lo tanto, la medalla acoge un triple prestigio: de las razones que determinaron su establecimiento, del organismo que la instituyó y de las personas que la recibieron y enaltecieron. Todos merecían en justicia lo que hoy se concede con generosidad. Esto me permite recordar el expresivo nombre de un arraigado ministerio: justicia y gracia, dependencia que formó parte de la tradición administrativa mexicana. De ambas puede servirse el Estado y ahora se vale el INAP. En 1981 recibió la medalla el profesor Gabino Fraga Magaña, a quien hace unos meses hicimos homenaje recordándole como ministro de la Suprema Corte de Justicia, autor de un tratado señero que orientó a los estudiosos del Derecho y la Administración. En el mismo año la obtuvieron, con notables méritos, don Gustavo Martínez Cabañas --con quien coincidí, él siempre en su calidad de maestro-- en el jurado del Premio INAP, y mi recordado compañero y amigo Andrés Caso Lombardo, con una larga hoja de servicios en la Administración Pública.
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Entonces dijo nuestro Consejo Directivo --y dijo bien-- que “los tres expresan escuelas y etapas fundamentales del desarrollo de nuestra disciplina: el inicio con don Gabino Fraga y el desarrollo con don Gustavo Martínez Cabañas y Andrés Caso”. Después se otorgó la medalla a don José López Portillo. En su haber figuraba un gran impulso a la reforma administrativa. Por invitación del INAP, tuve el privilegio de participar en la celebración que aquí se hizo, con respeto y gratitud. Don Lucio Mendieta y Núñez, antiguo director del Instituto de Investigaciones Sociales, universitario descollante, recibió la medalla en 1982. Más tarde, la distinción fue otorgada a administrativistas de una nueva etapa, que menciono con aprecio y afecto; en sus manos ha estado la conducción del INAP, ejercida con excelencia: Ignacio Pichardo Pagaza y Alejandro Carrillo Castro, tratadistas y practicantes de la Administración Pública. Además, mis compañeros y mis amigos.
Quiero agregar --aunque no se trate de esta medalla, sino de otro reconocimiento: el que se debe a un ilustre fundador-- que el 27 de enero de 2005, en una memorable ceremonia, nuestro Instituto celebró a un mexicano excepcional. Hombre de ideas y hombre de bien --dos cualidades que no siempre concurren en una misma persona--, don José Iturriaga Sauco ha beneficiado al país y a la Administración Pública. Figura entre los creadores de este organismo. Que lo sea es una gala del maestro Iturriaga, como también del Instituto. * * * Permítanme dos palabras de orden personal. Durante mucho tiempo he tenido el honor de participar en la Administración Pública central y descentralizada, federal y local. Fui testigo --no digo actor-- de muchas tareas emprendidas y desarrolladas bajo la divisa del sector público en los ámbitos de la justicia, la seguridad, la educación, la economía. Y tengo el privilegio de haber sido integrante de este Instituto Nacional por más de tres décadas. Acompañé la trayectoria de muchos asociados. Algunos ya no se encuentran entre nosotros --pero su recuerdo perdura-- y otros se hallan activos y laboriosos. He participado en cursos, congresos, conferencias, publicaciones del Instituto. Fui jurado del Premio INAP y formé parte del Consejo Directivo, como miembro y vicepresidente. Disculpen estas referencias personales. Con ellas sólo pretendo dar sentido y fundamento a mi testimonio sobre una buena parte de la vida y los milagros de esta institución a la que tanto queremos y debemos, y que ha sabido honrar su encomienda y acompañar, con su buen paso, la marcha de México. Ha acompañado esa marcha en las duras y en las maduras, desde las horas iniciales hasta éstas, intermedias, alentando la investigación y la docencia; multiplicando el examen riguroso de la Administración y promoviendo su desarrollo a través de los Institutos estatales, que son motivo de satisfacción y esperanza; llegando a los poderes legislativo y judicial, además del ejecutivo, a los organismos descentralizados, a las instituciones académicas; cubriendo, en fin, un extenso itinerario. Más que un organismo longevo, es una institución madura y fecunda. Diría: una institución de la república, bien ganada esa calidad.
El Instituto se ha desplegado en muchos caminos y hacia varios horizontes. Lo supuso la primera generación y lo han sostenido, mejorado, engrandecido las generaciones de cada relevo. Hubo días en que sólo disponía de tres o cuatro colaboradores --o menos--, a cambio de que hoy cuente con una legión de asociados, alumnos y egresados, catedráticos e investigadores, que son el fruto de la buena siembra. He aquí lo que hizo y lo que hace esta “casa de la utopía” a la que Ignacio Pichardo recordó de esa manera --recogiendo la tradición del Instituto-- cuando recibió la medalla “José María Luis Mora”. Usé una expresión acostumbrada: vida y milagros. Casi calificaría con esta palabra la subsistencia del Instituto, pese a las circunstancias desfavorables con las que se quiso disuadirlo, someterlo y tal vez extinguirlo. Los vientos soplaron en contra, pero el Instituto no naufragó. Se halla activo y lozano. Pero esto, más que obra de un milagro, es producto del trabajo empeñoso, el talento y la solidaridad de muchos hombres y mujeres que cerraron filas y redoblaron el esfuerzo cuando era preciso hacerlo. Están a la vista los resultados de su entereza, de su confianza en sí mismos y de su imbatible tenacidad, que saludo y admiro. La convicción y el entusiasmo fueron escudo contra la codicia. * * *
En otras oportunidades me he referido al objetivo de la Administración Pública. Está dotada de una finalidad esencialmente política --es su razón de vida y suficiencia--, no apenas instrumental, neutra, exenta de alma, emoción y designio trascendente. Regreso a este tema y reproduzco las ideas que he compartido y expresado. Con la Administración Pública –observada en su hondura y su grandeza-- se apoya el desarrollo del pueblo, no sólo el despacho de los servicios y la diligencia en las ventanillas. Contribuye al tono, al sentido, al proyecto de nación. Es protagonista de la historia. Posee signo moral. Asume las tareas que la nación dispone y las encauza como ella resuelve. Su mandato se localiza en las decisiones fundamentales que la Constitución estipula. Ahí está su escritura, no apenas en manuales, acuerdos y circulares. En consecuencia, es un personaje de la justicia y la libertad. No coincido con la idea --transformada en propuesta, en doctrina y en política, explícita o sigilosa-- de convertir al Estado en empresa, ni de transformar la función pública en gerencia de bienes y servicios, ni de retirar al poder público los deberes que le conciernen con el pretexto de que hay operarios disponibles para gobernar con mano invisible.
Si así ocurriera --y nos preguntamos: ¿ocurre?--, decaerían en la misma medida los derechos y las garantías de los ciudadanos. El primer agravio se causaría a los más débiles, abandonados por la defección del Estado social o la deserción de sus funcionarios, como sucede en el tránsito del Estado responsable al Estado incompetente, ya no digamos al Estado fallido. Este es el problema que trae consigo la declinación del Estado aligerado de cargas públicas, o peor aún, de obligaciones éticas y políticas, mientras persisten las carencias del pueblo y desfallecen sus derechos y sus expectativas, sobre todo en los sectores mayormente vulnerables. El signo de la Administración Pública, gobernada por valores y principios, también determina el perfil y la misión del funcionario público profesional. Para serlo de veras hay que comprometer la mente y el corazón, que no es asumir un cargo con jactancia. Servir al pueblo no es un incidente curricular, que se despacha sin vocación y sin emoción. La república paga el precio, nunca módico, que cobran el arribismo, la ineptitud y la frivolidad.
De ahí la necesidad de exaltar la imagen del funcionario como austero servidor de la nación, que podría resumirse en la estampa y la conducta de un mexicano ejemplar cuya efigie se
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retiró de cierta pared pero cuya obra no se pudo desalojar de la historia, donde perdura y persistirá. Frecuentemente aludimos a los riesgos que nos asedian. Son el tema de todos los días, de todas las mesas, de todos los insomnios. Y no son menores --cada cosa en su tiempo y condición-- que los que acechaban en la época del doctor Mora. Parece que avanzamos a tientas, a menudo confundidos y extraviados, en el arduo empeño de asumir nuestra identidad, proveer nuestras decisiones y resolver nuestro destino. Existe una disputa por la nación, como hace dos siglos. Ni cede ni nos abandona. En 2010, cuando conmemoramos el inicio de la Independencia y de la Revolución Mexicana --dos procesos inconclusos y accidentados--, ocurre esa disputa, desenvuelta en nuevos capítulos. La marea retorna. El pasado podría reinstalarse en el futuro, si no advertimos sus signos ni resistimos sus pretensiones. La moneda está en el aire.
En el subsuelo de la disputa discurre la decadencia formal de las utopías que animaron nuestra marcha. Solíamos mantener --con reflexión o con arrebato-- un ánimo de progreso moral y político, una razón de ser, un gesto de grandeza y esperanza.
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Movía las conciencias. Se asemejaba al águila cuyo vuelo ascendente describe Goethe, en el Fausto. Todo esto debe acudir al debate de las jóvenes generaciones y figurar en la meditación de quienes hoy ocupan o pretenden ocupar los múltiples espacios de la Administración Pública. Es preciso que los jóvenes participen en estas preocupaciones y las incorporen en sus actuales o futuras ocupaciones. La juventud es el primer protagonista de la marcha hacia adelante, pero también el objetivo de la contramarcha. A ella se dirigen múltiples solicitaciones. Se le propone una especie de neutralidad aséptica, sin raíz popular ni compromiso de nación. Se sugiere la rendición de la plaza, y para ello se invoca la riqueza y el progreso, que en realidad serían miseria y retroceso.
Hemos oído que cierto ministro norteamericano esbozó una estrategia para la claudicación de México. Bastaría con formar como extranjero al mexicano que conduzca la república. Y más si no se trata de uno sólo, sino de un ejército dirigente, instalado donde se toman las decisiones: política, economía, sociedad, cultura y otros ámbitos --también, por supuesto, la Administración-- que diseñan y orientan, en conjunto, el rumbo y la meta. Bajo este signo podría avanzar
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una nueva colonización, sin sangre ni estrépito. En otros términos, ni un disparo, sólo acuerdos ocurrentes, convenios ingeniosos y favorables coincidencias. En 1947, un año que nos parece remoto y que es aledaño a la fundación de nuestro Instituto, Daniel Cosío Villegas escribió en La crisis de México: “México caminará a la deriva, perdiendo un tiempo que (…) no puede perder; o se hundirá, para no rehacerse quizás con una personalidad propia. Quiere decirse que si México no se orienta pronto y firmemente, puede no tener otro camino que confiar su porvenir” a una determinación ajena, “dejando de ser México en la justa medida en que su vida venga de fuera”. Deberemos preguntarnos si estas palabras han perdido actualidad en 2010. No podríamos entender a la Administración Pública --sería una ofensa para sus practicantes y sus destinatarios-- como instrumento de cualquier proyecto, medio para consumar una travesía sin compromiso de camino ni nobleza de destino. La Administración Pública no puede ser una pieza de utilería que esgrime cualquier mano y atiende a cualquier proyecto. Más bien es la mano misma que empuña el instrumento, gobernada por una idea a la que el cuerpo se disciplina.
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Pero hay algo más en este tema, que concluyo. Cada vez que he dicho Administración Pública, me he referido a la única que interesa: la Administración Pública Mexicana, comprometida con México, sus mejores motivos y sus más elevadas razones, y ejercida por mexicanos que asumen con fervor esa obligación patriótica. Es decir, una Administración Pública que tiene el mismo fin y la misma patria de aquellos a quienes se dirige. Nuevamente --no evitaré ser reiterativo; en esto, debo serlo-- agradezco a mis colegas del Instituto Nacional de Administración Pública su generosidad, confirmada con la medalla que me han otorgado, el tiempo que me han obsequiado y la paciencia con que me han escuchado. En el fondo sólo he querido dar gracias a quienes debo, que son todos ustedes: presidente José Castelazo, señoras y señores consejeros, socios del Instituto al que pertenezco.
Y al dar gracias he pretendido exaltar el papel de la Administración Pública, de quienes la asumen con profunda y honrada vocación de servicio al pueblo y a sus causas, y del Instituto que se mantiene vigilante. Entiendo que este ha sido, sigue siendo y será sin duda --contra viento y marea, y precisamente para sortear el viento y resistir la marea-- el
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santo y seña del Instituto Nacional de Administración Pública. Así reúne, une e impulsa. Muchas gracias.